Document Type

Article

Journal/Book Title/Conference

Decimonónica

Volume

11

Issue

2

Publisher

Decimonónica

Publication Date

2014

First Page

70

Last Page

89

Abstract

Lima, 29 de enero de 1821: el centro del Virreinato del Perú es sacudido por un evento insólito en su cultura política, el virrey Joaquín de la Pezuela—la “imagen viva” del soberano español—es destituido por una junta de generales (peninsulares y leales a la Corona).1 Desde el cuartel de Aznapuquio, los militares comandaron un despliegue de tropas y enviaron una misiva al virrey depuesto, informándole de que sería sucedido por un oficial elegido por ellos, el brigadier José de La Serna. Pocos días antes los mismos generales planificaban con Pezuela las estrategias para enfrentarse a las tropas patrióticas sublevadas que amenazaban con atacar a Lima. Ahora, con su extraño golpe de estado, y sin apartarse del bando realista, los sublevados contra el representante legítimo del rey pasaron a ser ellos mismos. En el epígrafe de este ensayo, que proviene del manifiesto que Pezuela dirige a la Corona en contra de los militares golpistas, el alzamiento de Aznapuquio se coloca dentro de una época convulsa, “fecunda en sucesos raros,” en la que el despunte simultáneo de una serie de eventos anómalos ha quebrado el continuum del tiempo histórico. Pero Pezuela es muy consciente de que, aunque su deposición aparezca en un tiempo que aglomera alteraciones muy diversas, hay un matiz de especial extrañeza que distingue al motín de Aznapuquio del resto de trastornos. Ese carácter singular podría relativizarse si tomamos en cuenta que Pezuela no fue el primer virrey en ser depuesto en los dominios españoles: es cierto que ya en 1816 el virrey Iturrigaray había sido destituido en Nueva España por un alzamiento de generales que dudaban de su lealtad a la Corona (Martínez Riaza 259-93). Lo especial del golpe contra Pezuela es, empero, que nunca se puso en tela de juicio su fidelidad a la Corona (lo cual hubiera servido para justificar la deposición en nombre del rey); sino que el verdadero cuestionamiento recayó sobre su desempeño como jefe militar y como administrador de los recursos para defender al Virreinato de los ataques de los criollos sublevados. Este cuestionamiento descompone la naturaleza establecida de la autoridad virreinal: mediante casi tres siglos de rituales y ceremonias, la figura del virrey había consolidado un estatus simbólico especial, casi monárquico, que estaba más allá de las funciones administrativas del cargo y que se ligaba más bien a su condición de ser la personificación del monarca español.

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